Al llegar a Port Antonio antes de subir a izar la bandera de Jamaica.
¿Te acordás todo lo que hiciste y todo lo que sucedió esta semana desde el Lunes en la mañana en que te despertaste, hasta el Viernes una vez que cayó la noche? Durante todo ese tiempo, nosotros estuvimos navegando en un velero atravesando el mar Caribe de Sur a Norte. Once y cuarto marcaba el reloj del Moonracker, el 5 de Abril de 2010, día del inicio de la travesía que conectaría de una sola vez la bahía de Cartagena, Colombia, con la marina Errol Flynn, Port Antonio, Jamaica, cuando cerramos el viaje cinco días después y el reloj marcaba las veintiuna y treinta.
Nos sabemos privilegiados, porque debutar en una experiencia de navegación, haciendo 500 millas en el Caribe con dos muy buenos marineros (encima buenas personas), no es algo que suceda a menudo en el mundo náutico. Como bien dice el proverbio chino, “mala suerte, buena suerte, ¿quién sabe?”, el análisis que uno puede hacer de su fortuna, depende justamente del punto de vista en que se lo mire o del desenlace en que resulten esos hechos a la luz de otros posteriores, que apreciamos como de suerte a nuestro favor al principio. Por eso, desde el principio yo me sentí afortunado por lo que me tocaba vivir. Incluso cuando a partir de las primeras horas de travesía en el mar abierto, empezó el calvario de mareos, vómitos y malestar que duraría unas 28 horas hasta terminarse. Para que puedan visualizarlo, comencé a vomitar a las pocas horas de haber partido, empezando por la arepa que había desayunado. Tomaba sorbos de agua entre devoluciones que no tardaba cinco minutos en volver a expulsarla. Después de las primeras horas, dejé de tomar agua, cuando ya lo sentía como un despropósito. Empecé a dar arcadas en seco que me estrujaban el estómago. Fueron 28 horas de una tenue existencia fantasmagórica, sin poder hacer más que pararme apuradamente en dirección al baño para repetir la limpieza. Lo peor es que cada cuerpo se adapta totalmente diferente al desequilibrio, y en esa lotería yo era el de peores chances, porque ni Benja llegó a vomitar una vez siquiera, a pesar de que obviamente en algunos lapsos se mareó. A pesar de todo esa experiencia yo en todo momento tenía claro que era exactamente lo mejor que me había pasado. Que ninguna otra opción hubiese sido preferible, que sin saber cuándo, el sabio cuerpo se adaptaría y podría disfrutar de la belleza de navegar. De hecho esa primera noche en la que dormí a duras penas e intermitentemente, sólo pensaba en que pronto llegaría el momento de estar en condiciones de hacer del viaje una experiencia placentera, como tanto yo como muchos de ustedes se imaginaron debía ser.
El momento del click llegó la mañana siguiente cuando Benja, cansado de verme agonizar en uno de los camarotes, me aconsejó ir a despejarme al cockpit. Le hice caso, y a partir de ese momento en que subí, progresivamente fui sintiendome mejor hasta arribar a tierra. Primero una bolsa de agua, más tarde un sandwichito hasta que en los últimos días pude ayudar haciendo cositas muy simples en la cocina como sopas y café sin marearme. Por eso la balanza arroja claramente un positivo a la hora de hablar de la experiencia en la mar. Al final del viaje el vaivén de las olas me parecía algo cómodo para el cuerpo, me sentía en estado de somnolencia y relajamiento absoluto. Valdría aclarar que, y esto dicho textualmente por los dos experimentados en el navegar, el tortuoso malestar del primer día fue en parte producto de las condiciones del tiempo, que nos recibió con un viento de 30 nudos y olas de por lo menos 5 metros. El primer día y nos tocaba bailar con la más fea, nos quedó grabada la imagen con Benja de un momento en que estábamos durmiendo adentro, el barco ya viajaba escorado, hasta que una ola golpeó tan fuerte, que el barco se puso de lado de forma tal que los dos quedamos parados en nuestros pies donde terminaba la cama. “Woow”, nos dijimos mirándonos con algo de asombro y porque no de miedo también. Al término del viaje caímos en la cuenta de que ese día había sido áspero y dejó en evidencia que todos los restantes resultaron espectaculares, calmos y que la navegada se apreció como muy afortunada para todos.
Del viaje como tal mucho no puede contarse, porque los días entre sí, encierran una monotonía tal que al tiempo comienzan a desdibujarse sus límites. Es un devenir constante del tiempo, de una comunidad de cuatro personas conviviendo en un reducto de pocos metros, durmiendo, jugando al truco (grande ganador), y saciando sus necesidades. Si bien lo intentamos a lo largo de la gran mayoría del viaje, nunca pescamos (no puedo contabilizar el pez volador que se incrustó en la proa y lo encontramos muerto en seco al siguiente día). Conocimos el plancton luminoso del mar, nos cruzamos un total de 11 embarcaciones en el recorrido (ni cerca de las 263 que yo había pronosticado), nos fascinaron los atardeceres y amaneceres en la soledad del mar interminable, aunque me atrevería a decir que las mayores consideraciones se las llevaron las noches de millones de estrellas y blanca luna.
De la experiencia puedo extraer sensaciones diversas que tengo que diferenciar. Una primera sensación era de claro asombro que expresaba en preguntas que me hacía interiormente “Tana, ¿Me querés decir qué carajo hacés navegando en un velero?”, hasta el día de hoy sólo me limito a reírme dado que no encontré la respuesta. Luego otra experiencia, como por ejemplo, la de la vida en sociedad en ese espacio reducido que yo mentalmente comparaba con estar en prisión, algo a lo que Alvarito, el capitán, se oponía totalmente dado que para él viajar en barco es la experiencia de mayor libertad posible, ir a donde querés, cuando querés. Yo veía esa paradoja, para ejercer esa libertad hay que volverse preso paciente del mar por todo el trayecto. Además me gustó el aspecto del trabajo en equipo de la tripulación, hay una jerarquía, obvia y necesaria, y es lindo ponerse en manos de los que saben para poder aportar a que todos lleguemos y viajemos de la mejor manera. De todas formas, acá voy a destacar la labor de Álvaro, Capitán y Cachito, segundo al mando, que a pesar de ser los de mayor jerarquía y conocimiento, no pararon de trabajar por el equipo brindando confort y seguridad para todos ininterrumpidamente durante toda la travesía. Benja y yo tuvimos cargas livianas que pudimos soportar sin problemas, gracias a su esfuerzo, eso creo que es muy enriquecedor y valioso como aprendizaje, ver líderes comprometidos con el trabajo, no sólo dando directivas.
Tantas horas estuvimos observando un universo hecho sólo de mar que me llevó a reflexionar acerca de la naturaleza y el hombre. Verdaderamente uno se da cuenta cuán pequeños somos y cuanto más poderosa y hostil puede resultar ella. Para que el hombre surque los mares, sobreviva en medio de la selva, forme comunidades en la alta montaña o resista a una temperatura de frío extremo en un polo, tiene que contar con una sola cosa: ciencia. El mar podría comerse vivo a cualquier hombre aventurero, pero no necesariamente si cuenta con la ciencia y la consiguiente tecnología que de ella deriva. Es en esos casos cuando caigo en la cuenta por qué la ciencia ocupa ese lugar en nuestra vida. No hizo falta rezar a Dios para llegar, alcanzó con que funcionara correctamente el piloto automático todo el viaje. Y de haber sufrido un desperfecto uno se tranquilizaría sólo si alguno de los ingenieros a bordo podría resolverlo, en vez de entrar en pánico en caso que en su lugar sólo hubiese un sacerdote. Por estas cuestiones probablemente en el mundo actual, nuestra dimensión religiosa seguirá perdiendo siempre la batalla contra nuestra mente, sobre todo en la medida en que como hombres sigamos alejando la brecha entre nuestra forma de vida y la naturaleza. Necesitaremos cada vez más y más de la seguridad de la ciencia. Por eso usar la naturaleza en combinación con la ciencia como para transportar el velero a viento el noventa por ciento del trayecto, fue de lo que más me gustó.
En gran parte lo disfruté también porque nos aproxima a un concepto de las distancias mucho más cercano a la realidad de cara a nuestro destino final, Alaska. Alaska podría estar a unas pocas horas de avión desde donde decidamos tomarlo, o bien puede estar a muchos días de navegación incierta, miles de horas de andar a pie, meses de recorrido pacientemente sentado por tierra o años de anécdotas a la velocidad que nos lleve el viento. Eso significó en mí el viaje en velero, que al ritmo que puede viaja incansablemente, sin prisa y sin pausa, de una sola vez. Con grandes olas de frente, con el sol saliendo o cayendo la noche, con treinta o quince nudos de través. Se fija un destino y hacia él se dirige hasta llegar, así sea de a pocos metros, orzando o derivando. En eso encuentro el secreto, en inclinar la balanza a nuestro favor, en apreciar esta suerte como “buena” sin importar lo que parezca. Teniendo en cuenta que el norte ya fue trazado, luego está en nosotros usar el viento de acuerdo a nuestro favor, para que nos de impulso o lecciones, pero para que nos lleve a destino. Porque puedo escribir muchos más textos de la poesía de la navegación, acerca del placer de que nos lleve el impulso del viento, exaltar la libertad de aventurarse y todas las pavadas que se me ocurran, pero la madre de todas las sensaciones es cuando ves tierra. Cuando llegas sano y salvo a destino, con la experiencia en las espaldas y sanamente digerida. A la luz de ese abrazo de bienvenida del sol anaranjado bajando al mar cuando llegamos a Port Antonio, con las radios locales sintonizadas ya lanzando los primeros reggaes de la estadía, es desde donde puedo apreciar esta magnífica y única experiencia.
Tana
Los atardeceres en el medio del mar
Con tierra a la vista, fotones in proa
Asi nos recibió Jamaica, Port Antonio, como para no querer llegar!