Un amigo mío, Ignacio Hugo, tiene un problema. Su risa es la mejor del mundo. Tan pero tan buena es, que siempre que se entrega a la risa a carcajadas, automáticamente quienes se encuentran con él, son presos de la misma tentación al escucharlo. Lo peor es que es que cuando eso sucede el volumen que alcanza su violenta risotada, puede oírse a más distancia que lo que el ojo humano alcanza a ver. Por eso él vive preocupado. Preocupado por un refrán que sabe que nunca será cierto. Un refrán que nunca le reconocerá que durante 26 años le fueron negados momentos preciosos de esa risa como telón final, de ese cierre perfecto de la historia con él a solas gozando de una carcajada estruendosa. Con toda la humildad de la que es capaz él sabe que su reír es el mejor y más alegre del mundo y que a partir de esas cualidades, jamás podrá ser el último. Con decirles que una vez se tentó en la iglesia y el sacerdote luego de diez minutos de estar doblado en posición fetal, sin importarle que se estuviese ensuciando su alba blanca mientras liberaba parte de la sumisión a la alegría de a golpes de palma en el suelo, secando las lágrimas de sus ojos le perdonó el exabrupto y dio gracias a Dios por que hace años ya nadie reía en su iglesia. Y todos los feligreses mientras buscaban donde secar sus irrespetuosas lágrimas antes de ofender a Dios, dijeron amén. Pobre Ignacio Hugo, ¿Qué vida tan miserable puede llevar adelante una persona condenada a ser la excepción a un refrán? Pero es importante mencionar a Ignacio en esta historia no por su risa contagiosa ni por el refrán que lo atormenta, sino porque es una persona que asume que en sus condiciones, no se puede escapar del destino.
Lo dijeron los griegos hace ya miles de años, pero yo en esta última semana, lo comprobé. Hace unos meses en Cartagena, una persona en la calle nos ofreció hacer un cambio de divisas. Ofreció una cotización irresistible, muy superior a lo que cualquier casa de cambio o banco podía pagarnos. Nosotros con la seguridad de quién transita y trabaja en las calles del barrio Getsemaní hace rato, pensamos que si bien podía tratarse de un engaño, sólo sería plausible de ser perpetrado ante la mirada confiada de un “extranjero, novato, desatento” y no frente a dos “locales, curtidos, que ya se la saben”. Doscientos dólares nos robó con el falso paquete este personaje. Lo peor, es que toda la pantomima la hizo en nuestras narices, sin que apartáramos la vista del fajo de billetes ni por un segundo. Un profesional, en definitiva. No vale la pena detallar cuánto tiempo demoramos en tragar toda la rabia e impotencia que el engaño nos había generado. Pero recuerdo el momento en que ambos imploramos al cielo esa oportunidad de venganza. Esa oportunidad de que los malos alguna vez reciban castigo. Esa oportunidad de tener a un malhechor frente a frente para que pague las consecuencias de sus actos. Y esa oportunidad….llegó. Estaba caminando por la mañana calles aledañas adónde el hecho había ocurrido. No es un dato menor comentarles que durante meses, procuramos estar alertas al tope de nuestra capacidad cada vez que transitábamos su “zona de trabajo” y que incluso, tuvimos encuentros con “colegas del oficio” en los que generábamos falsas situaciones de transacción que súbitamente abortábamos para ver el comportamiento de estos delincuentes. Así, aunque más no fuese de lejos sintiéramos ese aroma del plato de la utópica venganza, cuando el “cambista mago” veía posibles operaciones caerse por su proceder torpe, fácilmente desentrañable para nosotros los “turistas”. Pero en todos esos meses de búsqueda ni una sola señal de Pedro, como se hizo llamar ese regordete de baja estatura y piel morena la mañana del engaño. Como les comentaba, en una mañana en la cual ya me despedía de Cartagena, se acercó por mi punto ciego una sombra ofreciéndome cambio. De un golpe de vista lo identifiqué, era Pedro. No sólo no me reconocía sino que desesperado por captar mi atención para poder embaucarme, no se apartaba de mi lado. Mientras escuchaba, por segunda vez, el discurso con el que teje sus enredos buscaba un policía. Con el argumento de buscar un cierto tipo de jugo que no estaba donde nos encontrábamos caminé unas cuadras hasta que dimos a parar con un oficial. Pedí mi jugo y cuando Pedro me dio la espalda hablé con el policía que se encargó de….traerlo de vuelta frente a mí pero contándole de mi denuncia. No voy a mentirles, pasé por un arcoíris de sensaciones muy diferentes en ese momento en el que frente a mí, el personaje gritando se hacía pasar por víctima. Ganas de matarlo a trompadas, de levantarle la voz, de gritarle muchas cosas, pero luego de que me pude anotar los datos de su cédula que me extendió el policía (que dudo mucho sea la verdadera) y discutir lo mínimo indispensable me fui por mi lado. A los pocos metros, curioso, volteé para ver que hacía ese ser tan detestable. Al verlo caminar tristemente con su ropa de civil perdiéndose entre la gente me di cuenta que ya tenía castigo suficiente con la vida que llevaba. Tapado con gorras diferentes a diario, alerta a que nadie lo estuviese siguiendo, borrando las huellas a sus pasos, tembloroso de que alguien pudiera reconocerlo, reconocer la fuente de mentiras de la que es capaz. Y boté sus datos y ni me molesté en hacer la denuncia, cuando sentí que en mis labios se empezaba a dibujar la sonrisa definitiva. La del que ríe último, la del que sabe que no se puede escapar del destino.
Vean ustedes si la lección fue grande y quedó grabada en mi interior que esa misma semana me sucedió la segunda historia que da basamento sólido a la teoría que retrataron fatalmente los Griegos tantos años atrás. Vaya paradoja, también sucedió con un sujeto que nos ofreció un cambio de divisas. Es una historia larga porque demoró un año entero en acontecer su desenlace. Sucedió en el Parque Tayrona, nos habíamos quedado sin dinero local y necesitábamos urgentemente del mismo para poder salir del Parque en el transporte público que se toma en la entrada. Quisimos cambiar dentro del parque pero era imposible. Motivo por el cual nos arriesgamos a hacerlo con un tripulante de una lancha que veíamos llegar a diario de Taganga. Diez dólares le entregamos en fines de Febrero del 2009 a este personaje que se autodenominaba Eber. Nunca lo volvimos a ver. Pero el cuatro de Febrero de 2010, en mi segunda visita a Taganga, ya cuando iba camino a la buseta que me llevaría fuera del pueblo, lo cruzo de frente. Para mí era tan inconfundible como inexplicable, era el Gordo Eber. Lo saludé y cuando tendí la mano mientras él intentaba recordar de dónde podría yo conocerle le pregunte agresivamente “¿Qué pasa, no te acordás de la gente que le debes plata?”. Ya más forjado por la lección aprendida pocos días atrás les puedo adelantar el final de la historia: me fui de Taganga con el dinero local al valor que en 2009 habíamos fijado entregado pacíficamente y de la mano de Eber. La sonrisa de mi alma por esta muestra de lo que es capaz el destino. Ahora podré decirles con seguridad que no fue la última, ni mucho menos la definitiva, pero que sin dudas, fue la mejor.
Jaja, la de Eber es la historia con nacio??
ResponderEliminarYa hay muhcos seguidores al bolg. Ojala no se olviden de los primeros...
Tinez una cosa es un seguidor del blog...otra muy distinta sos vos...un amigo y rey de la net.
ResponderEliminarAbrazo y proximamente una encuesta que te va a gustar mucho!
Ah me olvidaba Tinez, exactamente ese es el mismisimo EBER de la historia con Nacio. Cuando me ve se mostro enojado porque decia que yo le habia dicho a todo Taganga que era un Gordo Hijo de Puta, lo cual, es totalmente cierto.
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